Relatos

TRAS LA MORDAZA

Nadie quería ir en esa lista. Dijeron que vendrían del sur, que a la muerte se le puede mirar de frente, de lejos y de cerca. Yo estaba aquí y no quería esconderme. No importa la postura en que mueras, pero vivir de rodillas es demasiado incómodo. Aquél era un trabajo como todos. Me levantaba temprano e iba a la oficina. Obedecía, ordenaba y tomaba irrelevantes decisiones. Bajaba a tomar café o encontraba un momento para escuchar la voz honda y seria de T. Escribíamos circulares, firmábamos documentos y nos ajustábamos a un horario más o menos flexible. Pero aquello no era una empresa. Se hablaba mucho del bien del pueblo y del progreso de la comunidad, pero no había un objetivo común. Las cosas no eran buenas o malas por sí mismas. Los proyectos no se clasificaban en acertados o erróneos. Las palabras no tenían ningún valor. Si la patria era suya, también lo era el aire, la verdad y la vida. Como todos los opresores nos dieron la alternativa de marcharnos y llenaron de piedras los caminos. Pero yo soy de aquí. Esta tierra es mía. Me gustan sus bares y sus gentes. No me canso de mirar los ojos claros de T. ni me abruman sus largos apellidos. Por eso soporté la continua sustitución de los argumentos por las amenazas, del consejo por la intimidación, de la palabra por el insulto. Mis padres temían lo peor, no querían que me arriesgara y me decían que escogiera otra vida, como si hubiera muchas vidas diferentes para cada persona, como si se pudiera elegir una vida a la que no estuvieras predestinado. En cualquier caso ellos tampoco huyeron. Lucharon por la libertad y se la quitaron. Pelearon por el pan de cada día y pasaron hambre. Salieron de su pueblo y encontraron otro que decían que era aún más suyo porque era el de sus hijos. Querían protegerme, pero también les gustaba verme volver del trabajo con la corbata torcida y la sonrisa abierta. T. es distinta. Es joven como yo y ha jugado la partida del mismo lado. Ella es ingenua y cree – o creía hasta ayer – que el fanatismo tiene un límite, que nadie mata a quien nunca ha levantado la mano contra los demás. Ignorábamos que los inocentes y pacíficos son las víctimas más fáciles y que todas las víctimas son inocentes. Ayer…¿era ayer o fue esta mañana? Es difícil pensar cuando no se ve nada, cuando el propio sudor se pega a la tela y casi te impide respirar. ¿Por qué no me quitan esto? Yo ya los he visto. ¿O son otros? Las voces y las risas suenan igual, pero ahora hablan con menos precauciones, como si yo no estuviera aquí. Hace ya muchas horas que salí de mi casa. El día era claro y los hombres y las mujeres parecían inaugurar las calles y los caminos. No era el preludio de un fin. No era un tiempo para destruir o para ensombrecer las casas y ciudades. Dos hombres se me acercaron. Uno me pidió fuego y el otro apoyó un objeto duro contra mi espalda. Luego me empujaron adentro del coche, me taparon la cara y me trajeron a este oscuro sitio. De tarde en tarde me dan agua y un poco de comida, pero no me dejan quitarme la capucha. Es por mi propia seguridad, según dicen mostrando su generosidad. En realidad ellos no son culpables de nada. Todo lo hacen por la causa u obligados por la insensibilidad del gobierno y de sus cómplices. Mi vida dependía de mi partido y de otros poderes, pero no de sus manos o de sus pistolas. Ellos sólo cumplen órdenes. He dormido un poco y el dolor de estómago casi ha desaparecido. Sin embargo, no sé si lograré resistir mucho más tiempo la presión en las muñecas. Quisiera tener las manos libres y escribirle a mi gente. Dejarles algo más que un cuerpo sucio y destrozado. Pocos leen y casi nadie escucha, pero el silencio es una lengua extraña que tiene muy pocos signos. Mejor así. Adivinando su atención y su dolor, alguna lágrima deformaría los renglones y volvería a tener miedo. Si estoy tranquilo ahora, es porque sé que no los veré nunca más y, con esta certeza, me sobran la tarde y la arena que aún no ha caído. Se han vuelto a reír. Tal vez les divierte mi insignificancia. Tal vez han desvelado la niebla y las entrañas del tiempo. El destino no siempre premia a los mejores. El triunfo y el mal nunca fueron por sendas separadas. Dentro de unos años – o quizás de algunos meses – mi sangre se habrá borrado y estos hombres serán honrados como héroes y seguidos por el pueblo. Las víctimas serán un estorbo para el progreso y los justos y los desdichados serán excluidos nuevamente. Es duro esto, pero ante el espejo oscuro tengo que mantenerme firme. Algo se ha roto al borde del minuto. Hay una agitación sorda, un murmullo apagado, un cuerpo que se desliza. Oigo un sonido metálico. Me mojo los labios, levanto la cabeza y miro fijamente a todos los que no veo.

LA VENGANZA

El viajero volvió para vengarse. Herido por la sombra, quemado por el sol y el tiempo, con perlas desconocidas en las manos y el oro hallado en el centro de la tierra, el viajero volvió. París ya no era igual. En los salones había jóvenes lejanos y la música, ahogada por los timbales, sonaba solamente para ellos. Los pretendientes habían renunciado uno tras otro y Penélope tejía la desesperanza. En los juzgados y en las prefecturas los papeles se amontonaban y confundían y los ladrones y delincuentes, escondidos tras las mesas de caoba, pagaban a abogados y barqueros para ahuyentar la cárcel o retener la luna y los minutos. La noche alberga luces que el día ignora. La restitución, la reparación del mal, y otros sueños menos puros que durante tantos años alimentaron su insomnio, descansaban y casi se desvanecían en la almohada. Tal vez se sirva fría, pero sólo a los dioses pertenece. El viajero rasgó su título comprado y desapareció detrás de los espejos.

DOS SEÑORES

El aficionado tomó el papel y la pluma. El profesional escribió en la pantalla. El aficionado escribió una línea. El profesional comenzó su escrito. El aficionado llegó a los cuatro versos. Hablaba del vino y de las fichas de ajedrez. Pensó que se acercaba a J. El profesional llamó estimado a un desconocido y le dio las gracias por su indiferencia. El aficionado tenía que salir. Era domingo. No había desayunado. Tenía que descansar. No quedaba tiempo. El profesional tropezaba con las palabras. Cada una guardaba un significado más hondo y más auténtico, todas le remitían a un pasado o un futuro menos frío. El aficionado midió el silencio. Miró a la montaña y le pareció que estaba llena de versos. Miró al mar y vio cómo se hundían sus ideas. El profesional imprimió la carta y con un cordial saludo la envió a la papelera. El aficionado enmudeció. El profesional fue despedido.

LA OFERTA

El primer técnico estaba inquieto. El despacho era demasiado grande y la mesa parecía acercarse a la línea del horizonte. Detrás de ella, un hombre barbudo les sonreía e invitaba a sentarse. El segundo técnico habló sobre el tiempo y el viaje y aludió con entusiasmo al acontecimiento. El primer técnico se revolvió en la silla y apretó su carpeta. Era el momento que tanto había esperado. Atrás quedaban seis meses de intenso trabajo, de cálculos y rectificaciones, de simulaciones y ajustes. No había dejado nada al azar. Todas las alternativas estaban contempladas. La vida no es una ciencia exacta, pero al menos debería ser como un proyecto. Los actos tendrían más sentido y las decisiones serían más lógicas si se previeran reacciones y errores, si todo se pudiera medir: en horas trabajo, en metros, en velocidad o potencia. Pero las cosas nunca son como uno las imagina. Ya el director de mi empresa quebró mis planes cuando me dijo, amable pero imperativamente, que no quería que viniera solo a esta presentación y que sería bueno que me acompañase alguien más veterano y con dotes comerciales. Alguien que no sabía nada de mi proyecto ni había mostrado ningún interés en él. No me importa madrugar ni me agotan los largos viajes, pero odio la impuntualidad. Los impuntuales malgastan horas que no les pertenecen, quitan el tiempo y, como ladrones de un don tan valioso, deberían ser encarcelados o azotados hasta su total desvanecimiento. Quizá la espera no fue tan larga. Una de las secretarias les indicó dónde podían sentarse y les explicó que el Consejero estaba atendiendo a una visita no prevista, algo así como los altos representantes de un periódico independiente. El segundo técnico intentó ser complaciente con las damas – así las llamaba – y soltó tres o cuatro frases aduladoras y, a juicio del primer técnico, innecesarias y pasadas de moda, que fueron correspondidas con unas risas toscas y fuera de escala. En un rincón de la antesala brillaban vestidos y joyas. El teléfono sonaba. Las chicas respondían con irritación o desgana, salvo cuando mostraban interés por el género o era un íntimo del jefe. De pronto éste empezó a dar gritos. El silencio de los visitantes era tan estruendoso que se diría que abroncaba al eco. Por las voces y los susurros se deducía que la información del día anterior sobre la Muestra era negativa, inconveniente o menos adicta de lo habitual. El primer técnico dominó sus nervios, abrió la carpeta y comenzó a desgranar, clara y metódicamente, cada uno de los puntos del proyecto, sin omitir deudas – el plan se basaba en otro, menos ambicioso, puesto en práctica en Canadá hace unos años – ni fuentes. Justificó todas las fases, explicó el calendario y estimó su efecto en la cuenta de resultados de la Muestra – aumento de visitantes y de ingresos – como paso previo a la comunicación del precio total del proyecto. Ahí se detuvo. Ofertar 100 m. con un coste de 40 m. significaba un riesgo, pero un riesgo que había que asumir, al menos como punto de partida. No había competencia. Nadie estaba en condiciones de llevar a cabo un proyecto similar en los plazos previstos. En todo caso, si su interlocutor negociaba fuertemente a la baja, podía llegar hasta 75 m. y la operación seguiría siendo un éxito para él y para su empresa. El Consejero echó un vistazo al resumen final y sonrió. Los dos técnicos ignoraban si estaba complacido con la oferta o la iba a criticar y descartar con malos modos. Todo esto está muy bien, pero yo sé que los presupuestos y las ofertas están para incumplirlos. El primer técnico le miró estupefacto mientras el segundo asentía con un gesto indefinible. Vuestra propuesta está correctamente fundamentada y parece interesante, pero no estoy seguro de que se adapte a las necesidades de la Muestra. Vosotros no os podéis imaginar lo difícil que es llevar a buen puerto una tarea como ésta. Con la prensa encima, con la oposición diciendo tonterías, con el Partido siempre pidiendo y no siempre lo justo. Yo apenas duermo. En mi antigua empresa…Sonó el teléfono. Si, pásamelo. Y llama a M. El catalán siempre es útil en estas reuniones. Escuchó un momento y levantó la voz. Pero eso es incierto. Además somos nosotros los que ganamos las elecciones. Así que debería de callarse. No te preocupes, esta misma tarde hablaré sobre el nuevo organigrama con el ministro. Lo que os decía. Nunca me dejan tranquilo. Y lo peor es que tengo también enemigos en casa. Y las elecciones municipales a la vuelta de la esquina. Yo tengo que abarcarlo todo. No es extraño que las cifras se salgan de madre. El primer técnico creyó comprender que ése era su sistema de negociar y que no hacía más que regatear el precio. Un hombre no muy alto y relativamente joven irrumpió en el despacho. El Consejero lo puso al corriente de la razón de la visita mientras le pasaba el resumen final del proyecto. Míralo bien, que yo tengo que salir un momento. Ya en la puerta, llamó al primer técnico. Quería enseñarle la estación bioclimática. Allí, siguiendo métodos naturales ya utilizados en Al Andalus se disfrutaba de un entorno casi ideal, varios grados por debajo de la temperatura ambiente. El primer técnico se sintió honrado por la invitación, que no se extendió a su compañero, y en medio del terrible calor calló lo que pensaba de aquel invento inútil. Volvieron al despacho y se sentaron los cuatro alrededor de la mesa. El primer técnico sacó un pañuelo y se secó el sudor. Durante el paseo el Consejero había mantenido la conversación lejos del objeto de la visita, pero ahora las piezas encajaban y tenía que hacer una nueva oferta. Abrió la boca y sintió en su brazo la presión de la mano del segundo técnico. Hemos reconsiderado la oferta, dijo este último. ¿Hemos, quiénes?, pensó furioso el primer técnico, él y yo, no. Él y M.: dos ignorantes.- He discutido los puntos clave con M. – continuó – y considero necesarios algunos cambios, cambios en los que mi compañero – le miró afablemente y con una complicidad que no entendió – y mi empresa estarán de acuerdo. El segundo técnico explicó los cambios que, según la opinión de su colega, eran superfluos y de un carácter completamente secundario. Bien, reflexionó intentando ser positivo, con esos cambios absurdos, tal vez pedidos por el cliente, el coste subiría hasta 45 m. y en consecuencia…-En consecuencia, dijo el segundo técnico como escuchándose a sí mismo, y dada la importancia de los cambios, que suponen una readaptación radical del proyecto primitivo, el precio final de nuestra nueva propuesta es de 200 m. Todos ganaremos. El proyecto estará listo en pocas semanas y nos comprometemos a cumplir los objetivos, que M. tan claramente me ha expuesto, con la urgencia precisa. Un mes después se firmó el contrato por un precio, luego de reajustes finales, de 250 m. En la cláusula número cuatro se decía que, teniendo en cuenta el material almacenado y los cuantiosos medios aplicados por la adjudicataria, el proyecto se pagaría en su totalidad a la firma del contrato. Tres meses más tarde el Partido, aunque con un margen menor que en las anteriores, ganó las elecciones, si bien esto no tiene nada que ver con el presente relato. El segundo técnico fue ascendido por su visión comercial. El primer técnico también fue promocionado, pero a un puesto de menor relevancia. Él, sin embargo, se sentía suficientemente compensado por lo que denominaba un salto cualitativo en su nivel de conocimiento. Este salto, que en la física – de Newton a Einstein, por ejemplo – había requerido siglos, él lo había dado en matemáticas en poco más de una hora. Era algo más sencillo que las matrices o las integrales y que, en cierto modo se aproximaba a la multiplicación de los panes y los peces. Las matemáticas seguían siendo exactas. Sólo se trataba de aplicar adecuadamente las cuatro reglas.

 

 

CARTA DESDE EL RISCO

El sol en esta isla es diferente. Quema como la brasa del volcán, hiere como un insulto o un desengaño, es insoportable como la broma o la caricia de la persona equivocada. Por eso no quería salir del agua, por eso seguía jugando con mi hija, aunque ya estaba cansada. C. apareció de improviso y entró en el mar lentamente y con miedo. Le llamé y no me reconoció. Había dejado las gafas en la orilla. Se acercó y me chocó su cuerpo pálido y sin broncear, desnudo y casi desvalido. Me habló y, como siempre, me gustó esa mezcla de respeto y simpatía, de reserva y de interés. Nunca pude entender cómo un hombre así podía trabajar, comer, vivir con los desalmados que dirigen la empresa. Yo sé muy poco, con quince años tuve que dejar los estudios y empecé a trabajar de camarera. Y aprendí pronto que el mundo no está bien hecho y que quien tiene poder de él abusa. Pero los dueños de la empresa parecían venir directamente de otro siglo, de ese siglo en que maltrataban a las mujeres y explotaban a los niños con horarios interminables y condiciones espantosas. En la empresa sólo hay reproches, sanciones y castigos. Los premios fueron suprimidos hace años aunque, según ellos, qué premio mejor que trabajar en este tiempo.

Él se extrañó de verme allí. Sabía que el domingo no era mi día libre. Salimos del agua. Le dije que había pedido la baja por enfermedad. Me dolía la espalda, un pinzamiento. Él me escuchaba mirándome a los ojos fijamente, evitando desviar la mirada hacia otras partes de mi cuerpo, aunque no podía ocultar que no eran los ojos lo único que le gustaba de mí. Le dije que ya estaba mejor y que el médico me había recomendado nadar. Era como una excusa, pero yo sabía, o creía, que era innecesaria.

Volví a las dos semanas. Mis compañeras se burlaron de mí llamándome vieja, aunque todavía no he cumplido los treinta y aparento algunos menos. La gobernanta me recibió con la misma cara de palo y la sequedad acostumbrada. Había algo raro, pero esto quizá no lo pensé con claridad entonces. Lo cierto es que no me reservó las peores tareas ni me siguió de cerca como otras veces. Pronto supe por qué. A las doce me llamaron de Recursos Humanos para comunicarme que estaba despedida. En la carta decían que había mentido a la empresa y fingido una enfermedad que no tenía y que, en consecuencia, debía abandonar inmediatamente mi puesto de trabajo. El papel temblaba y también mis labios mudos. Era el final de ocho duros años, de un tiempo de humillaciones y de una rebeldía callada y sorda. Salí del despacho y busqué a M., amiga y miembro del Comité. Me abrazó y, entre lágrimas, me dijo que iríamos a juicio, que lo ganaríamos, pero que no había nada que hacer. Me indemnizarían y no volvería a la empresa. Me dijo también que la culpa era de uno de los directores, que me había visto en la playa y había presionado para que me echaran.

No comprendo a los hombres. Son de pensamiento fijo y no tienen corazón ni sentimientos. Callan cuando tienen que hablar y mienten cuando hablan. Por eso me separé de mi marido. Nunca me dijo una palabra que yo quisiera oír, nunca estuvo a mi lado cuando le necesitaba, nunca me miró a los ojos como me miraba C.. Pero C. se ha ido a su tierra por unos días. Eso me soltó su secretaria cuando subí a verle antes de marcharme. Había huido. Y no podía mostrarle mi decepción y mi aborrecimiento. El velo había caído. Estaba con ellos porque era igual que ellos. O quizás peor, porque ellos no engañaban a nadie.

Los domingos siempre iba a la playa. Andaba más de una hora por la orilla y luego se bañaba en aquel rincón rocoso donde un día nos encontramos. Yo apenas leo, pero voy mucho al cine, casi siempre con mi hija. Allí estoy sola y estoy acompañada; con hombre nobles y fuertes que no existen, con villanos que acaban mal, con mujeres adoradas y siempre jóvenes. También me gustan los protagonistas que hacen sufrir porque sufrieron, que tienen un plan preciso y lo cumplen. Aquel domingo me levanté temprano, dejé a la niña con mi ex marido y volví a casa. Me puse el bañador y alargué los minutos pintándome y arreglándome. Luego, como si tuviera prisa, cogí un pequeño martillo, lo metí en el bolso y salí a la calle.

El viento soplaba y levantaba la arena arrojándola en los ojos y agitando los cuerpos. La gente se retiraba. Me sentía ridícula. Sola, maltratada por los elementos y esperando a quien seguramente no cumpliría esta extraña cita. No sabía entonces que la vida, el destino o como se llame eso, no sólo te golpea con la decepción y el desengaño, sino también dándote lo que pides. C. llegó pálido y despeinado y me saludó con la atención y reserva de siempre. No sabía nada, fingía no saber nada y cuando se lo conté, mostró enfado y tristeza. Entramos en el agua. Parecía distraído, como si no le importara la frialdad del mar y del ambiente. Él delante y yo detrás, con el objeto que había sacado del bolso, con el objeto duro como una roca, duro como la justicia, como la balanza, como el corazón de los hombres, como la piedra. Quién lo iba a adivinar, no había ningún testigo, las olas eran tan altas. Mis dedos se habían pegado al martillo y mis pies se negaban a andar. Él nadaba unos metros adentro. De pronto se irguió, volvió la cabeza y me sonrió. Después hizo un gesto raro, quizás había pisado algo punzante, resbaló y se dio un golpe seco con un montículo que emergía de las aguas como una mano terrible y dura.

Un mes después se celebró el juicio por despido. Un detective privado me había seguido desde el día en que comuniqué la baja y me había hecho muchas fotos que, según el juez, no acreditaban nada. Los problemas de columna se alivian con el agua y sólo se me podía culpar de seguir los consejos de mi médico. Fui indemnizada. Tengo algo de dinero y mucho tiempo. Mi hija se aburre conmigo y prefiere estar con su padre, mucho más alegre y divertido que yo.

Yo no lo maté. Yo intenté ayudarle. Corrí, y al verle en silencio y mecido por las olas, saqué fuerzas de donde no tengo y lo arrastré hasta la orilla. Yo puse mi boca sobre sus labios fríos y traté de hacer lo que tantas veces he visto en las películas. Después alcé las manos y grité hasta que vinieron a llevárselo. Yo no lo maté, aunque hay algo perdido en el agua que dice otra cosa. Yo llamé a la desgracia, yo le mostré el camino, yo le di la ocasión y el instrumento.

A veces intento consolarme diciéndome que él no era inocente, que no se puede ser neutral frente al abuso, que ante la injusticia sólo cabe sufrirla o combatirla. Pero qué sé yo de los motivos, de las culpas de los hombres. Quién se atreve a juzgar a los demás, quién a escoger un premio o una pena. La muerte, que para unos es un muro, para otros es una liberación. Yo sólo estoy segura de mi culpa y de que merezco la cárcel. Pero ya he pasado en la cárcel demasiado tiempo. Ahora voy a salir de ella.

LA LECTURA

No necesitaba inventar otro nombre para que Dios lo llamara entre las sombras. No tenía que ocultarse para no ser reconocido. Había publicado un libro inédito y enviado algunas líneas a revistas de improbable difusión y guardaba cuadernos y pensamientos para después. Porque tenía la superstición de la posteridad. Creía en el mito del verso rescatado. En los muertos que saltan en la tumba cuando al fin se les hace justicia.

Por eso le extrañó la llamada. ¿La llamada o la carta? No lo recordaba bien. En su memoria se mezclaban voces y letras, el acento educado de un hombre mayor y una carta ceremoniosa de un organismo cultural. Se trataba del centenario de algún suceso sangriento que la comunidad quería conmemorar invitando a los poetas jóvenes. Él protestó o cree que protestó – ¿se puede ser joven después de los cuarenta?

¿Era un salón o un almacén? ¿Una iglesia abandonada, con bancos carcomidos y oscuras vidrieras, o la antesala de todo lo ignorado? Había una sombra que se detenía antes de llegar al fondo, como frenada por un haz de luz arrancado del cielo. Eran muchos, pero todos habían esperado su turno guardando una religiosa compostura, hablando en voz baja y manoseando carpetas y cuartillas. Del exterior llegaban gritos, aplausos y silencio. De vez en cuando un hombre con una corbata negra abría la puerta metálica y daba paso al siguiente.

Ahora sólo restaban él y una joven que cambió de banco – soy Andrea Onámeris – para compartir su soledad y su nerviosismo. Si, era una de las antologadas en un libro editado hace unos años que hizo furor por sus ridículas premisas y su infalible desacierto. Últimamente apenas escribo, susurró, ni una frase me sale. Él recordó sus versos inundados de imágenes que quizás escondían la nada y que no se correspondían con aquellos ojos profundos y desengañados.

La puerta chirrió y se quedó a solas con el perfume excesivo de Andrea y el eco de su aliento. Miró sus papeles cegados por la penumbra. Se vio a sí mismo en otro estrado. “Versos para una primavera” le llamaron. Versos para diez poetas y doce espectadores, contando familiares y amigos. Da igual lo que leas. Pura o impura, nadie escucha una voz que es tuya y no es de otro. Nadie te recuerda cuando te alojas en el presente. Nadie te mira cuando eres y estás.

¡Fuera, fuera! Los gritos eran cada vez más fuertes. ¿Odiaba aquella gente la poesía o sabía demasiado? Andrea entró enjugándose las lágrimas y desapareció por un punto invisible situado en el lado opuesto. Después oyó su nombre. La puerta. La corbata negra. El fin de la consulta.

Salió. No eran doce ni veinte. La noche ocultaba los cuerpos y los números y los focos tan sólo multiplicaban la ceguera, pero aquello era una muchedumbre. Volvió la cabeza. Ningún presentador. Ningún concejal. Ningún representante de la Cultura. Estaba solo frente al multitudinario silencio. No tenía nada en las manos y únicamente recordaba unos lejanos versos de su adolescencia. Se acercó al micrófono.

A esta canción de otro pasado le viene bien el verso de G.M. Hopkins – out of sight is out of mind.

Una parte del estadio empezó a corear el nombre de Hopkins. Quizá lo confundían con un actor famoso. Oyó, sin embargo, a un joven canoso que hablaba de su victoria tras el siglo y a una chica de las primeras filas que decía sonriendo: ojos que no ven, corazón que no siente. Se hizo un silencio casi respetuoso. Sigo, dijo, y se oyeron risas de aprobación.

Procura, mar,
plegar tus olas verdes,
que no es el viento
sino yo quien las siente
.

Al decir los dos últimos versos sintió que su voz se había multiplicado por mil y era a la vez una voz única que como una ola cubría el estadio.

Procura, mar,
templar cada sonido,
que sólo yo
oiré tus gritos.

Velas y fósforos surgieron en todos los puntos y la luz se ondulaba al compás de los cuerpos y las voces. Una mujer aún joven subió al escenario y le besó en la mejilla. Una muchacha, casi una niña siguió su ejemplo y empinándose le secó la frente con su pañuelo.

Y yo, que ahora
estoy a veinte metros,
seré mañana
sólo un recuerdo.

La muchedumbre aplaudía como si se hubiera acabado el tiempo. Le aplaudían y se aplaudían. Esos versos sonaban cuando salían de sus gargantas, eran porque ellos los habían hecho suyos. ¿Acaso no nos pertenece lo que oímos, lo que leemos? ¿No es tal vez más ajeno, no es de otro, lo mejor que escribimos?

Le pedían poemas olvidados, aforismos que aún no había escrito, canciones arrinconadas por la desesperanza.

Los rostros y las luces se confundían y la oscuridad apagaba una a una las palabras.

Tropezó con la madera. Cayó en un abismo de menos de un metro y un golpe seco le partió la sien.

Quién sabe si despertó.

 

 

 

 

R.A.H.

 

 

Entré agitado, intranquilo. Miré el reloj. Aún faltaban diez minutos. La sala de conciertos tenía algunos espacios vacíos, salvo la arena donde se agolpaban, de pie, sentados o tendidos, jóvenes en vaqueros.

Mi asiento estaba en las últimas filas, cerca de una de las puertas. Me senté y empecé a leer distraídamente el programa. En la escuela de idiomas sólo a ella y a mí nos pareció atractivo. Cuando nos ofrecieron las entradas, aceptamos casi al mismo tiempo y, aunque apenas nos conocíamos, cruzamos una mirada de simpatía, como alegrándonos de la coincidencia.

Pasaron unos minutos. Miré su asiento vacío. No podía haberle pasado nada. Me había dicho que vivía cerca de la sala y que en ella nos veríamos. De vez en cuando entraba un grupo de personas. Me pareció verla detrás de un hombre grueso y risueño que arrastraba los pies y aplastaba con su mano el hombro de una rubia fingida. Luego la confundí con otra con el mismo peinado o con similar forma de vestir. Finalmente cualquiera podía ser ella, pero todas iban a otro lugar.

Los músicos ya se habían reconciliado con sus instrumentos y unos aplausos previos y hasta el momento injustificados avisaron de la llegada del director. No viene, pensé; tal vez le gusta la música, pero no yo.

El primer movimiento sonaba lejos de la armonía y del sentido. Mahler chirriaba. Los cambios de tema y de motivo eran tan inexplicables como la mente de las mujeres, como el mundo o como mi propia vida. ¿Por qué no me dijo que no vendría? ¿Fue su mirada de simpatía, de burla o de decepción por tener que compartir unas notas siempre íntimas con un extraño? Es verdad, soy un extraño, siempre he sido un extraño y ahora mucho más, en una ciudad y en una lengua ajenas, lejos de los míos que tampoco lo son, descontento con mi nombre y con mi sitio.

Los timbales me herían. No entendía por qué nadie protestaba, por qué todos seguían allí, atentos, sin guarecerse de la tormenta y de los truenos, sin temor a los rayos y a los metales. Y por qué permanecía yo, solo como cada día de aquel frío verano.

Bruscamente el movimiento cesó. Entonces oí unos pasos ligeros, furtivos, inesperados y percibí a mi lado una figura casi desvalida que murmuraba con los ojos y con los labios palabras de excusa, frases poco inteligibles sobre errores y horas.

Alguien o algo nos invitó a guardar silencio. La música era ahora honda, solemne. Me miró con sus ojos claros e intercambiamos sílabas y exclamaciones reduciendo la voz y la distancia. Ya en la escuela me asombró su facilidad para entenderme en un idioma que ella tampoco conocía bien. Quizá los idiomas y los signos no sean más que eso: meras señales de lo verdadero y de lo inexplicable. Dios en Babel no confundió las lenguas, sino las almas condenándolas a arrastrarse por la vida. Pero nos dejó la música, la música cada vez más suave que iba inundando la sala.

Apreté su mano. Vi que los segundos fluían como aquel milagroso andante y estaban a la vez detenidos entre mis dedos. Me sentí de acuerdo con ella y con el mundo. Y no sé qué pasó después, si es que hay después cuando el tiempo termina.

 

 

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Una respuesta a Relatos

  1. carmen dijo:

    ¿Qué comentario puede dejarse cuando se queda una sin palabras? El Alberto genial que siempre he conocido: delicado, contundente, sereno, preciso. Voy avanzando en la lectura y me voy sintiendo apabullada. «El sol en esta isla es diferente. Quema como la brasa del volcán, hiere como un insulto o un desengaño, es insoportable como la broma o la caricia de la persona equivocada.» Y como esa frase muchas otras que te paran la respiración. Sólo una primera lectura rápida, ávida, con fruición… Volveré a releer esta página y seguiré adentrándome en las siguientes. Es tu mundo de siempre, tu expresión de siempre. He ido paseando por sendas conocidas. Un disfrute, amigo mío.

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