Es una tierra seca, herida por el sol y por la suerte, que unos años atrás pudo ser cambiada.
Con el pretexto de una centenaria conmemoración se acercaron a ella políticos de segunda, constructores, asesores y otros personajes adictos a los fondos del estado para hacer una obra que recordasen los siglos, para convertir este sur en la California de Europa.
Normalmente los políticos, con la excusa del porvenir, nos quitan o empobrecen el presente. Entonces fue diferente. Nos dieron unos meses de esplendor y, a cambio, borraron el futuro.
Yo creo en la honradez. Creo que hay una sola e improbable aristocracia, la de los hombres honrados – Nietzsche habla de la aristocracia de los que sufren; quizás sean los mismos -, pero historiadores y expertos en economía admiten que en otros tiempos y lugares la corrupción no ha impedido un cierto progreso material.
Aquí no. Aquí los sátrapas y delincuentes no crean riqueza ni engrasan la maquinaria del sistema. Son ineptos para cualquier tarea que no conduzca al provecho propio o del partido. Aquí los burócratas sólo son válidos para la intriga y la especulación, para deshacer esperanzas y quemar ilusiones, pabellones y documentos.
Llegaron y subieron varios peldaños en un turbio escalafón donde no se sabe qué se valora más: si la transgresión o el silencio. Se fueron con un aumento de sus inversiones privadas y un puesto seguro en una empresa pública, justa recompensa por los servicios prestados.
Llegaron y se fueron. Atrás quedaron hermosos puentes, plazas desoladas y edificios cercados por la hierba y la basura; empresarios arruinados y desahuciadas ciudades tecnológicas. Atrás quedó un pueblo sin trabajo, una tierra sin agua.
(Revisando la hemeroteca encontré este artículo de 1995. El lector juzgará si sigue siendo válido)