Memoria, entendimiento y voluntad eran las potencias del alma. Así lo aprendimos siguiendo la tradición cristiana y aristotélica. Cuando estudiábamos y los resultados no eran buenos, culpábamos a la memoria. No queríamos que pensaran que nos habíamos esforzado poco o que nuestro entendimiento era inferior a lo esperado.
Le quitábamos importancia, ignorando que sin memoria no hay reconocimiento y que es muy difícil ver o decidir sin una imagen previa.
No valorábamos lo que teníamos de más. Teníamos más memoria que recuerdos. Aunque quizás entonces la vida era más intensa y los recuerdos iban acumulándose en ese extraño almacén en el que pocos objetos están donde uno los dejó. Y sólo aparecen un tiempo o muchos años después, cuando suenan unos compases o buscas otra cosa.
La memoria y su ausencia trabajan juntos. Los recuerdos cambian de color, se desgastan y no dejan andar al tiempo hasta que el olvido los aparta y esconde. La vida, y cualquier cristal que la refleje, no es más que una suma de recuerdos y olvido.
Los recuerdos, a veces, pesan y abruman pero cuando desaparecen dejan atrás un páramo en el que nada brota y donde el alma se seca y se consume.
Es duro que no te miren, que no te vean, que alguien te borre de su historia o de su vida. Es más duro aún que, como le pasa al amigo del poema, pierdas los nombres, los recuerdos, y te quedes solo allá lejos, donde habita el olvido.