Una fiesta es como un enamoramiento. Surge de un encuentro inesperado. Crece con palabras que hallan eco en otras palabras, con la risa y la comida, con las luces del alcohol. Dura unas horas y acaba, pero a veces la risa y el tintineo de los vasos permanecen en la memoria.
Otra cosa son los acontecimientos, las fechas fijadas. Me dicen que te acercas, pero sé/ que estás tan lejos como mi niñez. Son líneas de un poema publicado en una antigua revista local que hablaba de la Navidad con escaso entusiasmo. En la infancia, que entonces no era tan lejana, es quizás cuando es posible disfrutar de este tipo de fiesta. Es cuando se espera todo o no se sabe qué se espera y la sorpresa es más fácil. También entonces, aunque no lo sepas, tienes a tu lado a los que te importan y aún está en blanco la lista de los que se fueron.
Más tarde, las fiestas forzadas te empujan a pensar en los que faltan, en los regalos que no te harán, en cómo te desviaste del camino.
Y quieres huir. O celebrar que la luna aguarda o que estás vivo. Pero para eso no necesitas ninguna cita con la tradición ni esos números rojos del calendario.