Baudelaire describe al albatros como un ave majestuosa en el aire y torpe y estúpida en el suelo o en la madera de los barcos. Y lo compara con el poeta, príncipe de las nubes al que ses ailes de géant l’empêchent de marcher – sus alas de gigante le impiden caminar.
Puede que el albatros sólo pueda sobrevivir en las alturas, pero el verdadero poeta apenas se distingue de sus semejantes. Como los demás vive casi siempre a ras de tierra y hace frente a los golpes y las trampas que otras manos o la naturaleza y el azar ponen en su camino. Somos muy parecidos. Por comodidad o por oscuros intereses creamos peculiaridades, modificamos las costumbres o trazamos fronteras. Vas a otro país, te trasladas a un pueblo vecino o entras en otro círculo, y muy pronto echas en falta las palabras o gestos adecuados. Poco importan tu inteligencia o tu preparación. Sentirás, entre la burla y el silencio, que vales menos de lo que creías o, si eres orgulloso – o recuerdas el Evangelio -, que tu reino no es de este mundo.
Ahí está tal vez la diferencia: en cómo te hundes en ese mundo o sales de él, en cómo afrontas la desventura. Si lloras y te lamentas (ver Sur) o cambias y creas, no de la nada, sino de la ausencia y la pérdida (ver La balanza). Y es el pie torpe y la caída lo que te ayuda a volar.