No valen los avisos ni las premoniciones. Llega cuando no se la espera y duele más la sorpresa que el golpe. No importa que sea de muchos o de pocos. El que pierde lo hace solo y no se puede transferir el sufrimiento.
Te despierta o te hace salir del sueño y te dice que la carretera está cortada, los caminos rotos, y que tienes que detenerte. No hay paliativos, pero hubo un momento en que el azar y la torpeza habrían cambiado el signo y el minuto.
Piensas y vives. El triunfo es siempre colectivo y todos corren para tocar su brillante manto. Alegra, deslumbra y acelera el pulso. Se expresa con gritos y rimas que se asemejan, o incluso son inferiores, a los pareados y consignas de los manifestantes habituales. Perder no es igual. Hay puertas que se cierran, pero cuántas se abren. Cuántas hay, abiertas o cerradas. Qué te quita y qué te da la herida.
El triunfo, como la felicidad, no tiene alma ni contenido. Perder te devuelve tu nombre y tu naturaleza, te otorga el desconsuelo y te ayuda a recordar de dónde vienes, quién eres y adónde no irás nunca.
Y, como uno de los sonetos de latón, te enseña que sólo el derribado siembra y gana.