SIEMPRE

Cuando yo era un niño creía en Dios y escuchaba atentamente a sus supuestos enviados. Hablaban del fuego y de la pena sin fin y de lo fácil que es perder el alma. Había que sacrificarse en este mundo, pero el premio era la vida eterna. Yo me creía bueno, uno de los escogidos, y el infierno no era para mí. Era el cielo lo que temía o más bien el hecho de que no acabara nunca. Me atormentaba la imagen de una estancia, de un salón muy grande, en donde éramos felices sin movimiento y sin cambios. Les decía a mis hermanos mayores: si, allí se está muy bien, ¿pero qué pasa después? ¿no hay otra cosa?

No me daba cuenta entonces de que estaba viviendo la parte de la vida que más se acerca, aunque por distintos motivos, a esa eternidad imaginada. La etapa en la que casi todo es nuevo, y hay que aprenderlo y adoptarlo, y caben tantos sucesos en una hora que un día puede ser interminable.

Todo eso está lejos. Cuando vuelves a los lugares – casas, plazas, rincones – donde pasaste la niñez, te sorprende cómo se han reducido. Parece que no hay espacio para tanto juego, para tanta vida.

El espacio se reduce y el tiempo se acorta. Se suceden las estaciones. Los años parecen meses y las semanas, días y llega un momento en que sólo tienes miedo a lo que se escapa.

Así escribí estos dos sonetos: Volviendo la cabeza.

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