Tengo un amigo que trabajó en el campo y nos contó luego, con versos luminosos, la lucha diaria contra el sol y el viento, allá en los arrozales. Yo no puedo escribir sobre los compañeros del arado, o sobre los que gastan las manos y los ojos en el fondo de la mina, porque no lo he vivido, porque nunca estuve allí. Tal vez por esa razón me gusta tan poco la poesía social o comprometida. La mayoría me parece falsa. Ponerse en lugar de otro es difícil. Y tampoco es suficiente: es necesario ser otro. La belleza es verdad y la verdad, belleza, dice Keats. Y este es quizás el único compromiso.
Hay, sin embargo, situaciones extremas – guerras, dictaduras y otras catástrofes – en que el dolor y la opresión nos acercan y el que habla y escribe sobre los demás lo siente como algo suyo y de verdad lo vive.
No sé si lo que pasa – o ha pasado – en alguna parte de nuestra tierra se asemeja a una situación excepcional. No me dedico a la política, vivo en el sur y no me han arrancado de la calle y del mundo heroicos matarifes. Pero sentí la necesidad de escribir Tras la mordaza.
Este relato lo escribí hace bastante tiempo y el futuro al que alude es ya, por desgracia, el presente.