En la guerra no se puede hablar más que de la guerra. De la lucha, de la sangre; de la muerte y los fusilamientos; de los enemigos tan feroces y tan parecidos a los de nuestro bando. Antonio Machado lo intentó. Habló de la poesía como palabra en el tiempo y de otros asuntos que entonces a nadie interesaban. Pasado casi un siglo, uno sigue leyendo esos ensayos y disquisiciones y, en cambio, toda la poesía de combate – incluyendo la que él mismo escribió – se esconde en los pliegues del olvido.
Vivimos ahora una guerra, otra clase de guerra. Y no podemos cerrar los ojos o mirar hacia otro sitio. Tenemos que hablar de esta plaga que nos aparta y nos lleva detrás de las paredes; de las calles vacías y del miedo que llama a cada puerta; de los gobernantes ineptos y de los héroes anónimos que dan su tiempo e incluso su vida para aliviar el mal y apresar a un enemigo que se oculta en la sombra.
Crecen las víctimas y faltan manos; y recursos y también palabras. Pero estas sólo tienen valor – si lo tienen – aquí y ahora. No seré yo, no seremos nosotros los que contemos lo que pasa. Nos falta la perspectiva, el tamiz de los años. Las mejores crónicas fueron escritas por quienes no estaban allí, por aquellos que supieron escuchar e hicieron suyos los recuerdos de los verdaderos protagonistas.
Hay otro mundo; el de antes de la invasión y el que aparecerá cuando nos levantemos y restañemos las heridas. Hay un futuro, al menos para los que sobrevivan, donde el amor, la vida y la muerte, tendrán el mismo significado. Podemos abstraernos y hablar de lo que huye y lo que permanece. O, como los italianos de aquella antigua plaga, contar cuentos e historias más ligeras.